Bernardette Gómez Ibarra @nardygi La calle que lleva a la última bodega no es de asfalto. En el lugar hay silencio, tanto, que se escuchan los pasos de quien avanza. Hay material por doquier, el cual espera que el artesano lo trabaje. La pintura blanca en las paredes no es suficiente para cubrir el ladrillo de sus entrañas, se cae como piel víbora, a pedazos, como obleas delgadas. Blancas. El piso es de cemento gris, opaco. El hombre está sentado en el banquillo. La gorra que porta – calzada al revés— no cubre por completo sus canas. Al saludar sus manos evidencian el medio siglo que lleva en esa labor, un oficio que se extingue, que desgasta las manos – como las paredes de aquella bodega— para cubrir los pies con vaqueta, para que el caucho amortigüe los pasos. “Aquí estamos trabajando” dice don Elías Carbajal Jiménez. Lo rodean hormas, trozos de lo que alguna vez fueron llantas y tiras en color café. Frente a él, la mesa de trabajo. Lo acompañan sus inseparables herramientas. Usar huaraches de esos que se compran en el mercado es algo que ya no muchos hacen. Elaborarlos, eso sí agoniza; al menos en Tepatitlán. “Pos es que la gente ya no usa huarache, puro zapato, tenis. El patrón es el único que ha durado— expresa don Elías— de otra cosa ya no puedo trabajar” – platica. Es un hombre sencillo pero recio, aunque su mirada parece cansada sus manos conservan la habilidad que “encorrilla” lo que será unos minutos después el huarache, es capaz de armar dos pares en una hora “a su edad”, como él dice. Relata que antes podía terminar hasta una veintena, y ahora dice el hombre no pasar de una docena al día. *** La historia no precisamente sucedió en esta bodega. Los mejores años de los “huracheros” de Tepa son los que se vivieron sobre los tapancos, dentro de un pintoresco mercado, cuando el corazón de la ciudad lo tenía todo, incluso un peculiar olor que es difícil descifrar. ¡Pum! ¡pum! Se escuchaba en el segundo piso de la huarachería. ¡Pum! Así, en todas. Por allá a finales de los 50 había al menos una decena de esos establecimientos en el interior del mercado. ¡Pum! Había que martillar, así ochenta veces por huarache. La puerta sureste, una de las cuatro entradas, llevaba al pasillo que se adornaba con los resultados; algunos color café, otros caoba. Había que pasar por el puesto de lonches de “Meregildo”. Al exterior, en los costados, centenares de pares se asoleaban. Aún sin hule, tomaba forma la vaqueta atada a la horma. Eso sí, nadie se los robaba. Las manos no paraban de armar huaraches, al ritmo de los que silbaban al trabajar. “Andábamos todos juntos, entrábamos a platicar; pura plática, puro gusto de estar trabajando”, añora Don Elías. “En aquel ayer, de ahí para allá con sus banquitos, platicando, vacilando y todo eso”. Es fácil imaginar la estampa: el banco, que apenas ayuda a no sentarse en el suelo. La mesa de trabajo, tal cual se conserva. Material por doquier. Es cuestión de extraer una parte del escenario actual, para trasladarlo a un segundo piso de la huarachería, porque así era antes. El primer nivel era para la venta; más arriba, las manos de los hombres construían los pasos. “En aquellos ayeres había muchos huracheros, en Tepa hubo muchísimos” –añade que usar este calzado era toda una tradición – hasta las señoras usaban”, dice. “Estaban tan bien elaborados que podían durar hasta un año, tomando en cuenta que era de uso diario, para el trabajo cotidiano. A excepción del domingo, ese día sí se usaba zapato”. Con orgullo comenta don Elías “es pura vaqueta, hule, ahora puro trapo”. *** “Y así es como va todo”, expresa después de trece minutos que le llevó tejer la correa que él mismo cortó sobre su cuerpo. Las cicatrices en sus brazos son muestra de la fuerza con la que empuja para extraer cada tira. Cada par es único, cada par cuenta su historia. Se arma, permanece en los estantes. Toma forma, es calzado. Ahora se exhiben de dos en dos. La pared se tapiza. Hay blancos, porque se dejaron al natural. Otros se tiñen de café y los verdes se hacen notar. Están fabricados para trabajar duro. Soportan el peso de un cuerpo. Son silenciosos, el hule pocas veces suena, se acomodan con facilidad a la forma del pie. Acompañan las jornadas de trabajo; de sol a sol. Pocas veces se ven caminando sobre asfalto, se adaptan a la tierra; son de campo. Las grietas en las tiras marcan su edad, con el tiempo, se trozan. Pero la suela, dicen, no hay quién se la termine. “Los huaraches, duran hasta que se acaban”. Los que los usan, lo suelen decir. *** Hace cinco décadas el hurachero se inició en el oficio. Hace cincuenta años era común. En nuestros tiempos debería considerarse un lujo este oficio. Ya pocos lo saben hacer, los que llenaron el mercado de diseños con correas ya se fueron. “Había muchos compañeros, ya se acabaron” con nostalgia relata don Elías, “ya se siente uno agüitadón de estar solo. Todo cambia, el mercado ya es más chico. No hay mucha gente que sepa hacer esto. Hay zapateros, pero ya es otra cosa – continúa – casi a todos los conocí yo, algunos tienen otros trabajos, los que viven; los que no ya… (suspira). Va a llegar el día en el que ya no se va a hacer”. -¿Le da orgullo elaborar huaraches?— le pregunto. -Sí. Si veo mi trabajo por ahí o a los que lo compran digo ´ahí va mi trabajo´. Si voy “embeces” a pueblos y los veo, me da gusto ¡yo sé hacer eso! Entre 100 y 150 pesos cuesta adquirir un par. Uno de esos que con sus manos forma Don Elías Carbajal, que desde las seis o siete de la mañana ya está en su taller y puede permanecer trabajando hasta el atardecer. En un lugar donde se escucha el canto de las aves, donde el recuerdo de los buenos tiempos lo acompañan. Se rodea de hormas, cortes de vaqueta y caucho. Las desgastadas herramientas que no paran junto a su deseo de hacer lo que mejor hace, lo que sigue adornando cierto espacio del mercado y en conjunto forman una pintoresca estampa, digna de guardar para presumirla cuando lleguen las generaciones que nunca creerán que vaqueta, llanta y clavos se unen a los pies para amortiguar los pasos. |
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