Maestras
del suplicio
Cinthya Gómez
Twitter: @escriboenlaluna
Teresa es una caricatura ahora de lo que era entonces. Siempre la han perseguido los guardarropas de con gamas de color pastel, nunca a la moda. Tintes anaranjados de marcas baratas para su pelo encrespado a la moda ochentera. Perfumes que por su extraño olor entraban en la categoría de almizcleros, zapatos de tacón bajito, casi medido con la regla para no pasar a la vulgaridad. Todo eso vestido por esa vocecilla desvergonzadamente fingida, de tía solterona con un rostro desencajado siempre por la furia.
Todos han hablado bien de ella, pero para algunos, no merece describirla más que con motes que serían dignos de cualquier arpía medieval.
Teresa, no parecía ser la que fingía, la que golpeaba o la que dejaba que te golpearan. Teresa era mala, como casi todas las Teresas, o las Petras, o las Ritas, maestras (de los golpes) en otro lugar del mundo. No sé a quien se le ocurrió decir que eran buenas personas, a menos que las crucecillas colgadas al cuello signifiquen bondad.
Los silabarios, las tablas de multiplicar, los libros de historia, Hidalgo héroe de la patria, respiración, fotosíntesis, las letras de carta y de molde, acentos en geografía y matemáticas, la sierra madre occidental y el catecismo, todo entraba con la repetición. Memoria automática.
Las letras y la disciplina, por aquel entonces penetraban con el dolor que causaba la fuerza de una vara clavada en la espalda. Primero el tablazo y la puerta se abría para Pitágoras. Los teoremas calculaban la curvatura, el diámetro, la simetría y el largo que pintaría en la piel el cable perfectamente doblado. Newton había dejado los tratados sobre la velocidad que al son de un látigo y la velocidad de un rayo iban a remacharse las veces que fueran necesarias en la espalda:
Arriba, abajo. Cara fúrica, respiración. Aaaaaah-arriba, abajo, golpe, Taz- Alguien soltaba el llanto y prometía nunca más portarse mal o hacer la o más rendondita y la pancita de la b más boloncita.
Aquella mañana había un sol perpetuo. El calor les recordaba el aseo a los infantes. Un olor a taberna infantil se había apoderado del salón de clases. La campana del recreo sonaría pronto. Las ganas de orinar no se las aguantaba nadie a menos que Teresa fuera tu maestra. Entonces te hacías en los pantalones o te daba tremendo dolor renal, pero no pedías permiso de ir al retrete. Te cagabas encima y traerías el olor a mierda todo el día pero no le pedirías a Teresa, Petra o Rita el permiso para ir al baño a hacer tus necesidades fisiológicas.
La escuela era concebida para ir a aprender a fuerza del rechinar de dientes y golpeteo de tablas. No había lugar para la revelación. Aquello era una especie de manicomio o hospital mental, tipo asilo único en su clase, dónde, como diversión se les permitía maltratar a su antojo a los menores. ¿Quién lo permitió?¿Quién franqueó todo esto? ¿Alguien recuerda lo diabólica que era Teresa, Petra o Rita? ¿Solo yo?
*****
Faltaban dos minutos para que sonara la campana. El tiempo entonces iba en cuenta regresiva: 120, 119, 118, 117… 59, 58, 57, 56. Con un sonido sordo retumbaba la campanita en los oídos pueriles. Pedro ya se hacía en los pantalones, Sentía que la bolsita dentro de su cuerpo que almacena los orines reventaría si pasaba un segundo más. En sus opciones no estaba hacerse en los pantalones que había planchado su mamá la tarde anterior. Tampoco enfermarse y faltar a la escuela y dejar de ver a Lupita.
Sonó la primera vuelta de mano sobre la esquila y de un salto se alejó del pupitre, de dos pasos salió del salón y en una carrera digna de medalla olímpica, llegó al mingitorio. Descargó el océano pacifico aquella mañana. Sacudió el sexo, que aun no significaba nada y lo guardó como hacen los hombres. Se lavó las manos y salió de aquel lugar hediondo para disfrutar del momento más esperado por todos los niños del mundo, el recreo.
Por todo el patio se escuchaban los gritos y pasos de los niños, los rebotes de las pelotas y el choque vidrioso de las canicas unas contra otras. La soga raspaba el piso y chirriaba en el aire, una y otra vez. Las niñas preferían las muñecas y los juegos con las manos. Había en ellas una discreción y feminidad tan tierna que era un espectáculo diario verlas con sus falditas azules volar al par de los pasos de los juegos.
Por eso Pedro prefería quedarse cerca de las niñas, siempre le sugería a sus amigos jugar junto de los lugares donde estuviera Lupita, no si antes percatarse de no levantar sospechas de los demás, para evitar burlas. Ellos jugaban rudo con Policías y ladrones mientras las niñas mecían las muñecas con nanas cantando aserrín aserrán los maderos de San Juan.
Esa mañana todo iba parejo a ayer y anteayer y ante-anteayer. La mugre se había metido en las uñas igual que la mañana anterior, los zapatos se habían raspado igualito que la mañana pasada. La naranja, los tacos y los dulces se había chorreado por la boca y secado en la camisa a igual que los recreos pasados.
Lupita quiso ir al baño. Se hizo acompañar por las demás niñas que jugaban muñecas. Para Pedro siempre había sido una incógnita el que las niñas fueran juntas al baño. Quizá ése era el momento en que crecían o tal vez ahí alguna especie de magia las volvía más bonitas.
Juan, compañero de Pedro quizá sospechando lo mismo que él, le sugirió que fueran al baño. Las siguieron a distancia prudente. Lupita y las demás crías entraron a los baños de niñas. Los niños le siguieron por afuera. Acomodaron un par de cubos, subieron a ellos y rompieron la secrecía de los baños de niñas, que quizá en otra mañana, también, alguien más había roto.
Quizá no alcanzaron a ver nada, quizá solo escucharon el leve shhhhh que hacen las niñas al orinar, distinto a chhhhh que hacen los niños al vaciarse. Quizá las niñas no tienen una bolsita sino una esponja. Juan soltó la risilla burlona cuando María soltó un pedo indiscreto. Lupita y las demás niñas los descubrieron.
Por un momento Pedro quedó perplejo. Juan se echó a correr consiente de la tunda que vendría después. O Rita o Petra o Teresa habrían de seleccionar alguna de sus armas de entre su arsenal para humillarlo, torturarlo, desmembrarlo o mutilarlo.
Cada maestro tenía su técnica. Unos preferían los borradorzasos, otros atinaban a pedirles a los castigados que pusieran las manos firmes frente a ellos para azotarles la regla de 1000 milímetros a las manitos de apenas 5 centímetros, pero la técnica era la que dejaba huella, si la regla se ponía vertical el guamazo era peor.
Estaba la técnica de los jalones de patillas, la retorcida de orejas, la mano de puerco, el quemón chino etc. Unos, los menos, correspondían el castigo con los libros de la biblioteca entera sobre ambas manos al sol de medio día con unas orejas de burro en la cabeza. Había oído que había escuelas donde los castigos eran cosa del pasado, pero en su escuela habrían de pasar muchos, muchos años para que desaparecieran. Esa mañana él si tendría su inexplicable merecido.
Lupita corrió a contarle a la maestra la desfachatez que cometieron Juan y Pedro contra el pudor femenino.
- Nos estaban viendo por la ventana , Maestra.- dijo María
- ¿Quiénes?- Preguntó rotunda, Teresa.
- Juan y Pedro. Concordaron las niñas.
- Malditos críos malcriados, pervertidos – De la boca de aquella mujer salió la verborrea maligna más nefasta jamás escuchada y emitida en contra de un menor. Ni siquiera escuchó la defensa de los jovencitos.
- Los vi estaban subidos en una cubeta, se burlaban.- Dijo María, roja de que alguien le hubiera cachado un gas.
- ¿Estaban haciéndose algo, les dijeron algo?- dijo la maestra, quizá basándose en su experiencia y perversa imaginación.
- No, solo nos vieron. – dijeron coreando las mocosas
- ¿Qué vieron?- Insistió la maestra, como si con las preguntas fuera a develar esa maldad de la que son poseedores los niños.
- Se asomaron nomás.- Repitieron las crías, unas mas avergonzadas que otras.
- ¿Qué fue lo que vieron, recabrones?- Ahora se dirigía la maestra a los pobres críos.
- Nada, maestra, no vimos nada.- Ninguna defensa hecha por el más experimentado abogado los habría de sacar de esa.
Y antes de que pudiera decir algo Pedro, de explicar con su limitado lenguaje el por qué siguió a Juan a cometer semejante travesura, Teresa ya lo había agachado y puesto de rodillas. El chisme corrió por cada aula y saltó de oído a oído. Pedro y Juan de sexto año se habían metido al baño de las niñas. Los cipreses italianos que una vez llegaron a la escuela 5 de mayo de 1862 servían de jueces quietos para cada ocasión en que las corregidoras iban a dar de palos a los niños. Casi nadie se salvó de un jalón de orejas o de patillas, del cable, o de la vara; en la espalda, en las manos o en la cabeza. Donde fuera, dolía igual.
Disparates alejados de la realidad. No había habido más que curiosidad y las mujeres aquellas vestidas en sus malpensantías sicalípticas acusaron de perversión a los chiquillos aquellos que solo se preguntaban por qué las mujeres siempre van en grupos al baño.
No hubo necesidad de que alguien abriera el mítico calabozo de las armas de tortura. A ambos les quitaron los cinturones y las camisas. Petra, colérica tuvo a bien ensañarse con la espalda de ambos. Con cada golpe parecía que desaparecía una capa de piel y era sustituida por cardenales y obispos que seguían el curso de una carretera del dolor. Y luego se marcaba otra y otra y otra más. La sal de las lágrimas hacía también lo suyo con la cara. Los gritos de la voz iban a la par de cada fajazo. La tunda fue sempiterna. Pero no fue eso lo que dolió a Pedrito. Sino la felicidad que causó en las niñas el castigo aquél a los niños fisgones. A Lupita el rictus le fue igual que la mañana pasada y la otra y la otra. Fría. No emitió ninguna compasión por Pedrito, el niño que la quería.
****
La escuela era concebida para ir a aprender a fuerza del rechinar de dientes y golpeteo de tablas. No había lugar para la revelación. Aquello era una especie de manicomio o hospital mental, tipo asilo único en su clase, dónde, como diversión se les permitía a las maestras (de los golpes) maltratar, física y sicológicamente a su antojo a los menores. ¿Quién lo permitió?¿Quién evidenciaría todo esto? ¿Alguien recuerda lo diabólica que era Teresa, Petra o Rita?
Cinthya Gómez
Twitter: @escriboenlaluna
Teresa es una caricatura ahora de lo que era entonces. Siempre la han perseguido los guardarropas de con gamas de color pastel, nunca a la moda. Tintes anaranjados de marcas baratas para su pelo encrespado a la moda ochentera. Perfumes que por su extraño olor entraban en la categoría de almizcleros, zapatos de tacón bajito, casi medido con la regla para no pasar a la vulgaridad. Todo eso vestido por esa vocecilla desvergonzadamente fingida, de tía solterona con un rostro desencajado siempre por la furia.
Todos han hablado bien de ella, pero para algunos, no merece describirla más que con motes que serían dignos de cualquier arpía medieval.
Teresa, no parecía ser la que fingía, la que golpeaba o la que dejaba que te golpearan. Teresa era mala, como casi todas las Teresas, o las Petras, o las Ritas, maestras (de los golpes) en otro lugar del mundo. No sé a quien se le ocurrió decir que eran buenas personas, a menos que las crucecillas colgadas al cuello signifiquen bondad.
Los silabarios, las tablas de multiplicar, los libros de historia, Hidalgo héroe de la patria, respiración, fotosíntesis, las letras de carta y de molde, acentos en geografía y matemáticas, la sierra madre occidental y el catecismo, todo entraba con la repetición. Memoria automática.
Las letras y la disciplina, por aquel entonces penetraban con el dolor que causaba la fuerza de una vara clavada en la espalda. Primero el tablazo y la puerta se abría para Pitágoras. Los teoremas calculaban la curvatura, el diámetro, la simetría y el largo que pintaría en la piel el cable perfectamente doblado. Newton había dejado los tratados sobre la velocidad que al son de un látigo y la velocidad de un rayo iban a remacharse las veces que fueran necesarias en la espalda:
Arriba, abajo. Cara fúrica, respiración. Aaaaaah-arriba, abajo, golpe, Taz- Alguien soltaba el llanto y prometía nunca más portarse mal o hacer la o más rendondita y la pancita de la b más boloncita.
Aquella mañana había un sol perpetuo. El calor les recordaba el aseo a los infantes. Un olor a taberna infantil se había apoderado del salón de clases. La campana del recreo sonaría pronto. Las ganas de orinar no se las aguantaba nadie a menos que Teresa fuera tu maestra. Entonces te hacías en los pantalones o te daba tremendo dolor renal, pero no pedías permiso de ir al retrete. Te cagabas encima y traerías el olor a mierda todo el día pero no le pedirías a Teresa, Petra o Rita el permiso para ir al baño a hacer tus necesidades fisiológicas.
La escuela era concebida para ir a aprender a fuerza del rechinar de dientes y golpeteo de tablas. No había lugar para la revelación. Aquello era una especie de manicomio o hospital mental, tipo asilo único en su clase, dónde, como diversión se les permitía maltratar a su antojo a los menores. ¿Quién lo permitió?¿Quién franqueó todo esto? ¿Alguien recuerda lo diabólica que era Teresa, Petra o Rita? ¿Solo yo?
*****
Faltaban dos minutos para que sonara la campana. El tiempo entonces iba en cuenta regresiva: 120, 119, 118, 117… 59, 58, 57, 56. Con un sonido sordo retumbaba la campanita en los oídos pueriles. Pedro ya se hacía en los pantalones, Sentía que la bolsita dentro de su cuerpo que almacena los orines reventaría si pasaba un segundo más. En sus opciones no estaba hacerse en los pantalones que había planchado su mamá la tarde anterior. Tampoco enfermarse y faltar a la escuela y dejar de ver a Lupita.
Sonó la primera vuelta de mano sobre la esquila y de un salto se alejó del pupitre, de dos pasos salió del salón y en una carrera digna de medalla olímpica, llegó al mingitorio. Descargó el océano pacifico aquella mañana. Sacudió el sexo, que aun no significaba nada y lo guardó como hacen los hombres. Se lavó las manos y salió de aquel lugar hediondo para disfrutar del momento más esperado por todos los niños del mundo, el recreo.
Por todo el patio se escuchaban los gritos y pasos de los niños, los rebotes de las pelotas y el choque vidrioso de las canicas unas contra otras. La soga raspaba el piso y chirriaba en el aire, una y otra vez. Las niñas preferían las muñecas y los juegos con las manos. Había en ellas una discreción y feminidad tan tierna que era un espectáculo diario verlas con sus falditas azules volar al par de los pasos de los juegos.
Por eso Pedro prefería quedarse cerca de las niñas, siempre le sugería a sus amigos jugar junto de los lugares donde estuviera Lupita, no si antes percatarse de no levantar sospechas de los demás, para evitar burlas. Ellos jugaban rudo con Policías y ladrones mientras las niñas mecían las muñecas con nanas cantando aserrín aserrán los maderos de San Juan.
Esa mañana todo iba parejo a ayer y anteayer y ante-anteayer. La mugre se había metido en las uñas igual que la mañana anterior, los zapatos se habían raspado igualito que la mañana pasada. La naranja, los tacos y los dulces se había chorreado por la boca y secado en la camisa a igual que los recreos pasados.
Lupita quiso ir al baño. Se hizo acompañar por las demás niñas que jugaban muñecas. Para Pedro siempre había sido una incógnita el que las niñas fueran juntas al baño. Quizá ése era el momento en que crecían o tal vez ahí alguna especie de magia las volvía más bonitas.
Juan, compañero de Pedro quizá sospechando lo mismo que él, le sugirió que fueran al baño. Las siguieron a distancia prudente. Lupita y las demás crías entraron a los baños de niñas. Los niños le siguieron por afuera. Acomodaron un par de cubos, subieron a ellos y rompieron la secrecía de los baños de niñas, que quizá en otra mañana, también, alguien más había roto.
Quizá no alcanzaron a ver nada, quizá solo escucharon el leve shhhhh que hacen las niñas al orinar, distinto a chhhhh que hacen los niños al vaciarse. Quizá las niñas no tienen una bolsita sino una esponja. Juan soltó la risilla burlona cuando María soltó un pedo indiscreto. Lupita y las demás niñas los descubrieron.
Por un momento Pedro quedó perplejo. Juan se echó a correr consiente de la tunda que vendría después. O Rita o Petra o Teresa habrían de seleccionar alguna de sus armas de entre su arsenal para humillarlo, torturarlo, desmembrarlo o mutilarlo.
Cada maestro tenía su técnica. Unos preferían los borradorzasos, otros atinaban a pedirles a los castigados que pusieran las manos firmes frente a ellos para azotarles la regla de 1000 milímetros a las manitos de apenas 5 centímetros, pero la técnica era la que dejaba huella, si la regla se ponía vertical el guamazo era peor.
Estaba la técnica de los jalones de patillas, la retorcida de orejas, la mano de puerco, el quemón chino etc. Unos, los menos, correspondían el castigo con los libros de la biblioteca entera sobre ambas manos al sol de medio día con unas orejas de burro en la cabeza. Había oído que había escuelas donde los castigos eran cosa del pasado, pero en su escuela habrían de pasar muchos, muchos años para que desaparecieran. Esa mañana él si tendría su inexplicable merecido.
Lupita corrió a contarle a la maestra la desfachatez que cometieron Juan y Pedro contra el pudor femenino.
- Nos estaban viendo por la ventana , Maestra.- dijo María
- ¿Quiénes?- Preguntó rotunda, Teresa.
- Juan y Pedro. Concordaron las niñas.
- Malditos críos malcriados, pervertidos – De la boca de aquella mujer salió la verborrea maligna más nefasta jamás escuchada y emitida en contra de un menor. Ni siquiera escuchó la defensa de los jovencitos.
- Los vi estaban subidos en una cubeta, se burlaban.- Dijo María, roja de que alguien le hubiera cachado un gas.
- ¿Estaban haciéndose algo, les dijeron algo?- dijo la maestra, quizá basándose en su experiencia y perversa imaginación.
- No, solo nos vieron. – dijeron coreando las mocosas
- ¿Qué vieron?- Insistió la maestra, como si con las preguntas fuera a develar esa maldad de la que son poseedores los niños.
- Se asomaron nomás.- Repitieron las crías, unas mas avergonzadas que otras.
- ¿Qué fue lo que vieron, recabrones?- Ahora se dirigía la maestra a los pobres críos.
- Nada, maestra, no vimos nada.- Ninguna defensa hecha por el más experimentado abogado los habría de sacar de esa.
Y antes de que pudiera decir algo Pedro, de explicar con su limitado lenguaje el por qué siguió a Juan a cometer semejante travesura, Teresa ya lo había agachado y puesto de rodillas. El chisme corrió por cada aula y saltó de oído a oído. Pedro y Juan de sexto año se habían metido al baño de las niñas. Los cipreses italianos que una vez llegaron a la escuela 5 de mayo de 1862 servían de jueces quietos para cada ocasión en que las corregidoras iban a dar de palos a los niños. Casi nadie se salvó de un jalón de orejas o de patillas, del cable, o de la vara; en la espalda, en las manos o en la cabeza. Donde fuera, dolía igual.
Disparates alejados de la realidad. No había habido más que curiosidad y las mujeres aquellas vestidas en sus malpensantías sicalípticas acusaron de perversión a los chiquillos aquellos que solo se preguntaban por qué las mujeres siempre van en grupos al baño.
No hubo necesidad de que alguien abriera el mítico calabozo de las armas de tortura. A ambos les quitaron los cinturones y las camisas. Petra, colérica tuvo a bien ensañarse con la espalda de ambos. Con cada golpe parecía que desaparecía una capa de piel y era sustituida por cardenales y obispos que seguían el curso de una carretera del dolor. Y luego se marcaba otra y otra y otra más. La sal de las lágrimas hacía también lo suyo con la cara. Los gritos de la voz iban a la par de cada fajazo. La tunda fue sempiterna. Pero no fue eso lo que dolió a Pedrito. Sino la felicidad que causó en las niñas el castigo aquél a los niños fisgones. A Lupita el rictus le fue igual que la mañana pasada y la otra y la otra. Fría. No emitió ninguna compasión por Pedrito, el niño que la quería.
****
La escuela era concebida para ir a aprender a fuerza del rechinar de dientes y golpeteo de tablas. No había lugar para la revelación. Aquello era una especie de manicomio o hospital mental, tipo asilo único en su clase, dónde, como diversión se les permitía a las maestras (de los golpes) maltratar, física y sicológicamente a su antojo a los menores. ¿Quién lo permitió?¿Quién evidenciaría todo esto? ¿Alguien recuerda lo diabólica que era Teresa, Petra o Rita?